Visión parcial de una mañana insólita

Lo descubrí a las 8:13 de la mañana. Asombroso, teniendo en cuenta que me levanté a las 7:00 y durante una hora y trece minutos no noté nada especialmente raro. Y es que por las mañanas estoy más dormida que una piedra. El ritual es siempre el mismo: busco mi camino entre las sábanas y salgo de la cama como puedo, me arrastro literalmente hacia la cocina, entre bostezo y bostezo me tomo un té y lentamente voy asimilando la realidad que me rodea. Asimilo que en la pared hay la misma grieta de todas las mañanas, que el gato de la vecina sigue mirándome desafiante desde la ventana, que algún día tengo que cambiar la cocina de butano, que no tengo más remedio que ir a trabajar y que esta noche me voy a dormir tan pronto como llegue a casa, ¡parece mentira que nunca encuentre el momento de acostarme sabiendo lo mucho que me cuesta levantarme!

Pasadas estas simples pero imprescindibles etapas de mi despertar, llega el momento definitivo en el que aterrizo de golpe en la tierra: la ducha. Dejo que el agua desborde mi cuerpo, que entre por los agujeros de mis orejas, de mis ojos, de mi boca, de mi nariz… Siento como se escurre por cada poro de mi piel hasta llegar a refrescar mi espíritu y despertarlo del sosiego en el que ha estado sumido durante toda la noche. Incluso muchas veces, como el espíritu todavía está medio soñando, el shock al entrar en contacto con el agua es tan fuerte que de repente cualquier escena de mis sueños se ve invadida por un chorro tremendo de agua, y el piso de mi novio, la casa de mis abuelos, una playa paradisíaca o el patio de mi antigua escuela se inundan de golpe provocando un brusco y escabroso final a mis dulces sueños. A continuación me pongo delante del espejo, me peino, me maquillo lo mejor que puedo y estoy lista para empezar un día más.

Pero ayer no fue todo exactamente igual… Pensándolo bien, ahora me acuerdo de que cuando estaba tomando el té noté que por un momento el gato de la vecina se convertía en una gran mancha negra, pero no le di ninguna importancia. También me pareció que al dejar la taza en el lavaplatos de repente una hormiga gigante me pasaba fugazmente por delante. Simplemente lo atribuí al estado de semi-inconsciencia en el que me encuentro todas las mañanas. Realmente la preocupación creció cuando al salir de la ducha me miré en el espejo y vi, atónita, que me faltaba el ojo izquierdo. ¡Estoy soñando! fue lo primero que pensé. El espejo me decía sin vacilar que debajo de mi ceja huérfana no había nada más que un agujero, un cubículo vacío dentro del que no me atreví a mirar con el ojo que aún me quedaba por miedo a ver mi propio cerebro. Un flash de la calle se cruzó por mi vista. Desconcertante… ¿Cómo puede ser que la ducha no me haya despertado? Me pellizqué las dos mejillas con toda la fuerza que pude y supe que aquella era la pura realidad. Dos círculos rojos sobre mis pómulos hundidos lo constataban empíricamente.

¡Increíble! Aquel ojo saltón azul tormenta que me había acompañado durante 28 años había desaparecido de mi cara sin más. ¿Pero cómo no me había dado cuenta de semejante pérdida? En los registros de mi asustada memoria no constaba que el día antes hubiese bebido, ni tropezado, ni nada por el estilo. De golpe la visión de una rueda enorme pareció abalanzarse sobre mí. Me estaba volviendo loca. Intenté no perder la poca calma que me quedaba y pensé que lo mejor sería volver a mi habitación y buscarlo entre las sábanas, que con mi manía de enrollarme con la almohada como un gusano igual sin querer lo había hecho saltar.

Entré en la habitación y escudriñé cada milímetro de sábana con meticulosidad científica. Encontré el pendiente que había perdido el fin de semana pasado, pero nada más. Ni rastro del ojo. Debajo de la cama, encima de la mesita de noche, en los bolsillos de mi batín… busqué en todas partes con una fe ciega. El despertador dio las 8:30. Si perdía más tiempo llegaría tarde al trabajo. ¿Pero cómo podía preocuparme por el trabajo en semejantes circunstancias? Además, aunque quisiera no podía ir al trabajo con un ojo sí y el otro no. ¡Imposible! A ver: si ayer el ojo estaba en su sitio y hoy no está, significa que no hace mucho que lo he perdido y no puede estar muy lejos. En el trabajo lo entenderán, con un ojo extraviado no me puedo presentar en el despacho como si nada, que yo siempre he sido muy ordenada con mis cosas y precisamente por eso mi jefe me tiene tanta consideración. Ahora solo falta que se enteren de que he perdido una parte de mí, piensen que puedo hacer lo mismo con los papeles de la oficina y me despidan. Si ya suficiente pena es no tener un ojo, aún peor es encima perder el trabajo. ¡Que las desgracias nunca vienen solas, caray! Ya me veía en la calle, sin un euro y encima sin un ojo.

El mundo se me cayó encima. Empecé a llorar como si en las tuberías de mi único ojo localizable hubiese un reventón descontrolado. ¿Cómo podía tener tan mala suerte? Las lágrimas se deslizaban por mi mejilla derecha desembocando en las comisuras de mis labios hinchados de tanto morderlos por los nervios y estallaban en el cuello del albornoz que las absorbía rápidamente. Me froté con la mano el ojo que aún me  quedaba y, en lugar de oscuridad, vi las cuatro patas peludas de un perro. Entonces me iluminé. La mancha negra, la hormiga gigante, la rueda amenazadora y todas las visiones que había tenido durante la mañana no eran otra cosa que las imágenes que contemplaba mi ojo prófugo. Sin apartar la mano del ojo que aún me era fiel, me esforcé en mirar a través del ojo disidente, porque si era capaz de reconocer algún elemento del  entrono en el que estaba, localizarlo me sería mucho más fácil. Pero por desgracia las patas peludas se alejaron y todo quedó negro. Estuve un buen rato esperando si las visiones volvían, pero no hubo manera. La oscuridad lo cubría todo. Intenté mover el ojo hacia un lado y hacia el otro, hasta que de repente, forzando la mirada hacia arriba, me pareció distinguir una luz amarilla con un número que cambiaba rápidamente: 1,2,3,4… No entendía nada. ¿Y si realmente en lugar de perder un ojo había perdido la lucidez? Igual estaba volviéndome loca de remate y todo aquello era fruto de mi agitada actividad mental. Estaba clarísimo: necesitaba ayuda.

Me vestí rápidamente y salí al rellano de la escalera con la esperanza de pedir auxilio al primero que encontrase. Desgraciadamente no había nadie. Llamé el ascensor. Los segundos que pasaron hasta que se abrieron las puertas me parecieron eternos. Y entonces volvieron a atormentarme las visiones. Unas zapatillas verdes con cordones naranja empezaron a dar vueltas sobre mí. Me estaba mareando… Dejé de caminar histérica dentro del ascensor y lo vi claro. ¡Aquellos eran mis zapatos! Por lo tanto, mi ojo tenía que estar allí. Miré al suelo y asombrosamente lo vi y me vi. La sensación de observarme a mi misma estando fuera de mi nunca se me borrará. Era como si mi vida se hubiese dividido en dos. Y mientras yo estaba allí de pie observando mi órgano caído con absoluta estupefacción, él me miraba asustado, reflejándose en mi pupila dilatada con una expresión de complicidad y de alivio por el repentino reencuentro.

Ahora, en frío, quizás no sería capaz de hacerlo, pero en aquel momento no tuve tiempo de pensar. Me agaché, lo cogí y lo devolví a su cavidad con un golpe seco. El espejo del ascensor me sirvió para comprobar que la operación había sido exitosa, aunque con los nervios no acerté en colocarlo exactamente en su posición original y me quedó ligeramente desviado (que no es nada teniendo en cuenta que un ratito antes no podía ni soñar que lo recuperaría). Miré el reloj y eran las 9:10. Con un poco de suerte en la oficina todavía estarían desayunando. Me fui corriendo, convencida de que mis compañeros no serían capaces de creerme.

Desde ayer tengo un buen motivo para no entrar nunca más en el ascensor con tacones de aguja, también tengo una mirada desigual y un complejo superado: mejor bizca que incompleta.